Todo comenzó una tarde durante una conversación trivial en el auto camino del festejo del cumpleaños de mi suegra. De un tema casual, casi sin darnos cuenta, mi marido y yo comenzamos a llenarnos de reproches y frases hirientes que desembocaron en una situación tan desagradable que fué como abrir la caja de Pandora. El es un hombre bueno y sensato pero a la vez demasiado cortés e introvertido, no lo culpo pues es parte de su cultura. Casi siempre soy yo la que le incita a hablar cuando las cosas no van bien, la que se comunica, la que quiere resolver problemas y buscar soluciones; él se deja llevar y a veces el cariño que me tiene lo hace quedarse callado para no herir mis sentimientos. Se lo agradezco, le admiro, pero a veces eso juega en contra del camino hacia la paz y la armonía que tanto me afano en encontrar.
Durante la discusión, que fué demasiado light ya que mis hijos se encontraban en el asiento de atrás, me dijo algo que me dolió en el alma. No fué un reproche, tampoco una ofensa, fué una verdad terrible que al verla en mis narices me hizo sentir tremendamente mal. Y es que estaba tan acostumbrada a creer que todo lo que hacía era correcto, que el escuchar de su boca un enorme defecto mío, me bajó la guardia por completo. De ahí salieron muchas cosas más de su parte y el doble de parte mía, cosas antiguas y recientes que habíamos arrantrando y que lo hacíamos ahora en el momento menos oportuno. Siempre he dicho que yo misma soy mi peor juez, no tengo misericordia conmigo misma cuando se trata de ver mis propios errores y buscar la forma de enmendarlos, pero me tomó por sopresa darme cuenta que no solo yo me repruebo algunas actitudes y el escucharlas con todas sus letras de alguien que siempre me dió por mi lado, me hizo caer en una depresión instantánea de la que me ésta costando lágrimas de sangre tratar de salir.
Los días siguientes fueron para mí un infierno, con lo tremendista y exagerada que soy, tomé una decisión precipitada (ojo, no fué divorcio) tratando de corregir ocho años de equivocaciones involuntarias. Y es que después de todo él tenía razón en parte, mi orgullo herido al no haber sido yo la primera en darme cuenta, me estaba rompiendo algo por dentro. Seguí cometiendo errores: me cerré, agredí, me hice la víctima y caí en la lona sin ningún referee que contara hasta diez; quería hacerle sentir muy mal, igual de mal que su comentario me había hecho sentir a mí. Gracias a Dios es un hombre amoroso y paciente, aguantó estoicamente mi crisis y en un momento dado hasta se llegó a sentir culpable por haber dicho una verdad que tal vez había tenido guardada por mucho tiempo. Yo por mi parte me crecí en mi papel de víctima inocente, durante algunos días me olvidé de mi persona y me tiré a la desgracia: no me bañé en tres días, mi casa parecía un muladar, me pasaba el día echada en mi cama y solo salía para llevar y traer a mis hijos a sus clases sin importarme mi aspecto. Mientras, los sentimientos de culpa de mi marido se hacían cada vez mayores y aunque tratábamos de hablar para conciliar las cosas, terminábamos peleando haciendo así la relación cada vez más insoportable.
Aunque suene a cliché, comencé a darme cuenta que "siempre hay una luz al final del tunel" y la llamada de la maestra del kinder de Zara me dió una sacudida. El shock de su llamada comenzó con sus primeras palabras "Keru no quisiera meterme en tu vida, ni que me juzgues de chismosa, pero me preocupas mucho y los últimos días te he visto muy desmejorada solo te llamo para hacerte saber que si te pasa algo puedes contar incondicionalmente conmigo". Hablamos durante tres horas en el teléfono, al principio me costó trabajo abrirme y contarle lo que me estaba pasando, pero su calidez derritió mi hermetismo suizo y me sorprendió con una historia muy similiar a la mía por la que ella había pasado hacía algunos años con su marido. Pero eso no fué todo, también ella había reaccionado igual que yo (temperamento latino, como diría mi suegrita), pero lograron salir del bache con mucha disposición y ganas de hacer bien las cosas.
Al día siguiente, vino a visitarme mi comadre, también se asustó al ver mi cara pálida y mis ropas que daban lástima. Me di un fuerte abrazo y me contó también la mayor crisis por la había pasado su matrimonio años atrás ... otra señal de que me estaba ahogando en un vaso de agua. La cereza del pastel fué leer los comentario de mi alusivo post-depresivo del pajarito, qué razón tenían todos!
Ayer hablé por primera vez con mi marido de la forma en que debimos haberlo hecho desde el principio, poniendo todas la cartas sobre la mesa, con el corazón en la mano y sin el ánimo ganador-perdedor de la últimas veces. Aceptamos errores y responsabilidades por ambaas partes, sentamos prioridades, nos perdonamos mutuamente y, con toda la tranquilidad del mundo, hicimos una cita con un consejero matrimonial para la próxima semana. Sabemos que iremos a la cita tranquilos, contentos el uno con el otro sin conflictos de por medio, pero con la certeza que no tenemos la capacidad para hacerlo todo nosotros solos por mucha sensatez que él tenga ó mucho conocimiento de la psicología que yo haya estudiado. Esto no se encuentra en los libros amigos, los doctores también se enferman! no son inmunes por haber pasado por la escuela de medicina, que no?
En una semana, crecí más que en los últimos ocho años, aprendí que el matrimonio es una constante lucha en la que no nos podemos dormir en nuestros laureles. Es una empresa en la que hay que echarle los kilos todos los días, no funciona sola como una inversión a largo plazo, hay que trabajar muy duro para mantenerla en forma ... aún en los tiempos de crisis, como la mía.
Gracias de todo corazón a los que llegaron a leer hasta aquí.