Siete de la mañana de un lunes cualquiera y Susana con cara de pocos amigos, se disponía a encender su computadora. El fin de semana no había sido uno de los mejores que había tenido, pensando en la montaña de documentos que la esperaban, pues debería entregar el proyecto del que dependía el ascenso por el que tanto había luchado. Además César, su novio, llevaba varias semanas esquivándola argumentando viajes y problemas laborales.
Las oficinas estaban desiertas, ninguno de sus compañeros se había presentado pues todavía faltaba una hora para que el reloj checador recibiera la tromba de empleados que empezarían otra rutinaria semana. Mientras preparaba la acostumbrada primera taza de café matutino, escuchó pasos en el corredor y dirigió su mirada a la puerta tratando de ver de quién se trataba. En unos instantes en el umbral de su puerta apareció Enrique, su jefe inmediato, que con una sonrisa le dio los buenos días mientras recorría con su mirada su cuerpo hasta llegar a sus largas piernas enfundadas en unas medias de seda negras, que salían de la falda de su traje sastre que apenas llegaba a cubrir la mitad de sus muslos. No era de extrañar que alguien se fijara en ello, Susana pasaba bastante de su tiempo libre dedicada al deporte. Pero aquella mañana la mirada de Enrique la estremeció de pies a cabeza; ésta vez era diferente, llevaba ya algunas semanas concentrada en su trabajo y se había olvidado por completo de algo que ella disfrutaba al máximo: su sexualidad.
Enrique era un tipo alto, fuerte, de cabello ondulado y sus incipientes canas en las sienes lo hacían parecer interesante, enigmático y atractivo. Pero era su caractér abierto y diáfano, lo que hacía que hombres y mujeres no pudieran resistirse a su encanto: el jefe que todos desearían tener.
Susana recordó en aquel instante, las veces que habían convivido fuera de la empresa, en algúna fiesta ó encuentro fortuito. Nunca hasta entonces había llegado a su memoria la forma de hablar de su jefe, nunca se había percatado de sus labios delgados y bien delineados que le hicieron en ese momento desear tenerlos acariciando los suyos, humedeciéndolos con fuerza. Se sobresaltó al escuchar de nuevo la voz de él diciéndole: “Sólo dije buenos días, pareciera que hubiera pedido tu renuncia”, al tiempo en que extendía su mano para saludarla, sonriéndole una vez más, como queriéndola sacar de su estado de shock.
Ella, un tanto avergonzada y temerosa de que pudiera leer sus pensamientos, sólo alcanzó a levantarse de su silla diciendo: “Lo siento, me soprendió verte aquí tan temprano”. Con un suave ademán, Enrique le pidió sentarse de nuevo preguntándole si disponía de unos minutos para conversar. Nerviosa y sin saber que hacer ó decir, siguió su indicación al tiempo que escuchaba “Qué te pasa?, desde hace días te veo tensa y distraída, como si te costara mucho trabajo concentrarte, hay algo en lo que te pueda ayudar?”.
Como por arte de magia, y como si de pronto se abrieran las compuertas de un mar que había estado herméticamente sellado, Susana comenzó a llorar. Empezó por decirle lo importante que era para ella el proyecto en el que estaba involucrada y la tensión que esto le causaba; sin saber cómo ni por qué, terminó contándole lo sola que se encontraba ante la ausencia física y emotiva de su pareja hasta el punto de cuestionarse si sería buena idea seguir con aquella relación. Enrique se levantó de su silla, dió algunos pasos rodeando el escritorio y se dirigió hacia ella con intención consoladora, casi protectora.
Se sentó en la cubierta del escritorio, la tomó por los brazos alzándola para abrazarla y ella colocó su cabeza en su hombro tratando de no llorar más, agradeciendo la caricia. Enrique movió ligeramente su cabeza hacia su cara y de pronto se sorprendió a sí mismo buscando sus boca. La respuesta de ella fue inmediata y con mucha delicadeza abrió sus labios expectantes. Ella, más que sorprendida, sintió el cálido sabor de su aliento varonil, el suave roce de su mejilla recién afeitada y su perfume la hizo estremecerse hasta humedecer su ropa interior.
Sintió de pronto su mano fuerte y tibia delizarse entre su blusa hasta llegar a su pecho, rígido por la excitación. Lo rodeó con sus brazos, bajándolos lentamente hasta su derrière y lo acercó hacia ella tratando de sentir su sexo junto al de ella, en ese momento sus bocas ya habían olvidado toda sutileza y propiedad, el tenue beso inicial se convirtió en violentos intercambios de pasionales mordiscos y lenguas desesperadas buscando la del otro.
No había palabras, lo único que se escuchaba eran unos leves gemidos por parte de los dos, la pierna izquierda de ella se levantó al instante en que Enrique la tomaba para sostenerla. Sus cuerpos comenzaron a moverse al unísono en un ritmo imaginario producido por la pasión del momento, ella bajó su mano hasta la entrepierna de él, sintiendo su sexo firme, duro, enorme, acercando su pelvis como queriendo fundirse en él. Como deseándolo dentro de ella.
Las manos de Enrique no cesaban de apretar sus pechos, temblando abrió como pudo su blusa y besó sus pezones con pasión. Su boca le parecía pequeña, ante aquellas montañas llenas de sensualidad, haciendo esfuerzos sobrehumanos por no morderlas con fuerza ante su desenfreno erótico.
Susana parecía flotar en un torrente de sexo y lujuría, su mente estaba en blanco abandonando todo su ser a las reacciones corporales más primitivas. Fué ella misma, la que tomó la mano de él, indicándole el camino a seguir. El fue más allá, introdujo su mano entre su ropa hasta llegar a un monte chorreante de deseo, tocó su sexo, lo apretó con todas sus fuerzas y sintió como su mano se mojaba ante el inminente espasmo de ella.
Ante el intento de Enrique de abrir su pantalón, Susana lo miró atónita y fué lo que la hizo despertar a la realidad. Apenada, se separó de él, lo empujó suavemente y a pasos agigantados salió de su propia oficina en dirección a los sanitarios. Se miró en el espejo, su blusa abierta, su cara todavía enrojecida, sus manos aún temblorosas y su aliento jadeante no la dejaban pensar con claridad. Se inclinó sobre el lavabo, abrió la llave del agua fría y mojó su cara queriendo borrar el deseo que todavía permanecía en ella.
Al siguiente minuto, la imagen de Enrique detrás de ella apareció en el espejo. Ya no había voluntad posible. Giró su cuerpo, su falda y el resto de su ropa cayeron al suelo, al mismo que tiempo que la de él. De un salto, se sentó en el lavabo abrazando con sus piernas la cintura de Enrique, sientiendo toda su fuerza y virilidad dentro de ella, con una mezcla de suavidad y energía desmedidas. Ella besaba sus ojos, recorría con sus labios su rostro hasta llegar al oído, estrujando con fuerza su ondulado cabello mientras disfrutaba de la luz incandesdcente de su primer clímax. Enrique explotaba de deseo y sus movimientos eran cada vez más veloces, deteniéndose por instantes para tratar de contener el esperado final.
Lentamente, Enrique la tomó por los hombros bajándola de su improvisado asiento sin dejar de besarla, casi inadvertidamente fue volteando su cuerpo semidesnudo hasta reflejar los rostros de ambos en el espejo. Y volvió a poseerla, ésta vez fue más lento, disfrutando cada uno de sus cuerpos ardientes, el placer parecía no tener fin. Susana acariciaba sus propios senos, estrujándolos e imaginando que eran las manos de Enrique. Este la asía por la cintura, no quería dejarla escapar, preocupado por dirigir sus movimientos en la dirección correcta. Situados los dos ya en en el punto más alto de excitación llegaron juntos a la meta esperada, en un solo gemido, no se sabía cuál era la voz de quién.
Un silencio sepulcral invadió el espacio, la somnolencia y la fatiga los hizo abrazarse para no dejarse caer en el suelo de aquel inóspito lugar. Algunos ruidos los hicieron reaccionar y rápidamente las prendas de vestir volvieron a ocupar su lugar original. Los demás empleados llegaban a ocupar sus puestos, la jornada laboral apenas comenzaba.
Ese día, Susana tomó su LapTop y salió a toda prisa, su jefe la disculpó en la junta de esa mañana por sentirse algo indispuesta, argumentando que trabajaría desde su casa. Mientras, ella se dirigía sin rumbo en su coche, con una sonrisa pícara en sus labios pensando “... el jefe siempre tiene la razón”.