Hace tiempo recibí una rosa como regalo (la única especie que me gusta), pero no era una rosa cualquiera, era la más hermosa que había visto en mi vida. Fué tal mi emoción al recibirla que, al tomarla, una de sus espinas penetró fuertemente en mi mano. Al intentar sacarla, se dobló y la punta quedó dentro de la piel, no me importó que esa flor tan hermosa me causara un poco de dolor, pensando que era el precio de tener algo tan bello y tan especial.
Muchas veces con los quehaceres cotidianos sentí el dolor que la espinita me provocaba, pero lejos de intentar sacarla, corría a ver lo hermosa que la flor se ponía en el carísimo florero de cristal cortado en el que la había colocado y el dolor se tornaba dulce, suave. Con el paso de los días, y tal vez de tantos cuidados que yo le daba, la rosa fué marchitándose lentamente; contrario al dolor y la inflamación que su espina me hacía sentir. Muchas veces pensé en sacarla, pero desistía al pensar en la alegría que al principio la rosa me había dado y en el enorme dolor físico que yo misma me causaría al abrir la piel y extraerla. En cambio volvía al florero para tratar por todos los medios de que no se marchitara, le suministraba agua tibia y sales compradas en un vivero cercano tratando de perpetuar su hermosura.
Hasta que llegó un momento en que el malestar se hacía cada vez menos soportable y la alegría inicial de mi regalo era inexistente; ya casi no podía hacer prácticamente nada sin sentir el dolor que me causaba. Pensé en esperar a que, siguiendo el curso normal de las autodefensas del cuerpo, la misma piel englobara la espina y saliera sola. Pero un día, harta ya de todo tomé una aguja previamente esterilizada y sin pensarlo dos veces abri mi mano y saqué la espina, en ese momento el dolor no tenía nada de dulce y unas gotas de sangre corrieron sin poderlo evitar. En el florero, la rosa no era más que pedazos de pétalos secos y sin vida, la tomé con un poco de tristeza y fué a dar directo al bote de la basura. Hoy esa excepcionalidad de flor solo es cosa del pasado, pero su recuerdo vive y vivirá en mi corazón para siempre, aunque nunca vuelva a disfrutar de su belleza.
Muchas veces con los quehaceres cotidianos sentí el dolor que la espinita me provocaba, pero lejos de intentar sacarla, corría a ver lo hermosa que la flor se ponía en el carísimo florero de cristal cortado en el que la había colocado y el dolor se tornaba dulce, suave. Con el paso de los días, y tal vez de tantos cuidados que yo le daba, la rosa fué marchitándose lentamente; contrario al dolor y la inflamación que su espina me hacía sentir. Muchas veces pensé en sacarla, pero desistía al pensar en la alegría que al principio la rosa me había dado y en el enorme dolor físico que yo misma me causaría al abrir la piel y extraerla. En cambio volvía al florero para tratar por todos los medios de que no se marchitara, le suministraba agua tibia y sales compradas en un vivero cercano tratando de perpetuar su hermosura.
Hasta que llegó un momento en que el malestar se hacía cada vez menos soportable y la alegría inicial de mi regalo era inexistente; ya casi no podía hacer prácticamente nada sin sentir el dolor que me causaba. Pensé en esperar a que, siguiendo el curso normal de las autodefensas del cuerpo, la misma piel englobara la espina y saliera sola. Pero un día, harta ya de todo tomé una aguja previamente esterilizada y sin pensarlo dos veces abri mi mano y saqué la espina, en ese momento el dolor no tenía nada de dulce y unas gotas de sangre corrieron sin poderlo evitar. En el florero, la rosa no era más que pedazos de pétalos secos y sin vida, la tomé con un poco de tristeza y fué a dar directo al bote de la basura. Hoy esa excepcionalidad de flor solo es cosa del pasado, pero su recuerdo vive y vivirá en mi corazón para siempre, aunque nunca vuelva a disfrutar de su belleza.
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